Vivian

Foto: Vivian Maier/https://www.chicagoreader.com

Wonder Woman me dijo el otro día paseando por Montrose Beach que le gusta mucho Chicago porque de alguna manera le recuerda a una ciudad vieja, anclada en los años noventa. Yo estoy completamente de acuerdo con ella (supongo que habrá otras ciudades estadounidenses que parezcan ancladas en los noventa, me gustaría ver Seattle, por ejemplo), pero creo que en realidad lo que llevó a Wonder Woman a querer venir a esta experiencia en Chicago fueron las fotos viejas de Vivian Maier, una de sus fotógrafas preferidas. A mí las fotos de Maier, una niñera que estuvo afincada en Rogers Park (un barrio al norte de Chicago) durante más de cuatro décadas, siempre me han recordado (no sé la razón) a las lavanderías de Estados Unidos (y a Tom Waits, que nadie busque la lógica porque no la tiene) y, de hecho, Estados Unidos desde hace muchos años me ha parecido (y ahora he podido certificar) un país lleno de contrastes, avanzado y atrasado al mismo tiempo. Supongo que esto último tampoco tiene mucha lógica, pero es algo que me atrae.

En realidad, cuento todo lo del párrafo anterior porque quiero hablar de nuestra primera colada en Estados Unidos, que parece un tema menor, pero que en este país ha servido a la gente como material creativo para novelas, películas, series o canciones. Y, una vez que lo vives en primera persona, te das cuenta de que no es para menos.

En nuestro caso, nuestra experiencia con la colada empieza un viernes por la tarde y no acaba hasta un sábado después de comer. Sí, en serio. Primero, nada más llegar a nuestra nueva casa tras dejar el hotel, cargamos tres grandes cestas de ropa, cogimos el detergente y el suavizante y nos dirigimos a la lavandería del edificio dispuestos a estrenarnos en las tareas de colada estadounidenses como si fuera nuestra particular 'laundry night'. Sin embargo, nos encontramos con una nueva sorpresa americana (supongo que ya no me debería sorprender tras superar las semanas iniciales en este país): todas las lavadoras y secadoras funcionaban únicamente con tarjetas de crédito estadounidenses y nosotros no teníamos tarjeta de crédito estadounidense. Un pequeño contratiempo que nos podría haber hecho desistir de nuestra empresa, sí, pero conviene recordar, queridos lectores, que apenas unas horas antes acabábamos de subir un sofá a pulso con una cuerda a un segundo piso, así que hicimos lo que cualquier joven pareja habría hecho en nuestro lugar como manera de presentación para sus vecinos: recorrer nuestro nuevo vecindario portando entre nuestros brazos toda nuestra ropa sucia en busca de una lavandería.

Pese a todo, la triste estampa de ver a dos españoles recorriendo las calles con su ropa sucia mientras los chicagüenses cenan en las terrazas de los restaurantes tampoco tuvo la recompensa que nosotros imaginábamos: primero, al llegar nos encontramos que la lavandería más cercana a nuestra casa estaba cerrada y, segundo, en un alarde de valentía (yo diría locura, en realidad), decidimos seguir andando hacia otra más lejana que cerraba tres horas después, pero allí también nos encontramos con otra sorpresa. Sí, amigos, una sorpresa más: si en el horario de una lavandería pone que cierra a las 10 de la noche, no lo creáis, es mentira, cierra dos horas antes porque es el periodo de tiempo último en el que ya aceptan a gente para hacer la colada. Y a nosotros se nos había pasado por ¡¡cinco minutos!!

Fue entonces, con la lluvia amenazando sobre nuestras cabezas, cuando ya nos dimos por vencidos y decidimos regresar a nuestra casa, derrotados con nuestra ropa sucia, a la espera de que la mañana del sábado fuera más productiva. Y lo fue: pese a que el camino por las calles con la ropa sucia era algo más vergonzoso con la acusadora luz del día, ya en la lavandería una señora mayor tuvo la amabilidad de explicarnos detenida y pacientemente el funcionamiento de esas máquinas del diablo. Y el resultado final fue también más o menos satisfactorio: toda la ropa limpia y seca, 20 dólares cambiados en monedas de 25 centavos (las únicas que aceptan esas máquinas) que tardaremos años en gastar y tan sólo un calcetín menos, un precio, el de perder un calcetín, que tanto Wonder Woman como yo sabíamos que teníamos que pagar para poder aprender a hacer la colada.    

Porque, de hecho, si vosotros no sabéis hacer tampoco la colada, no os preocupéis, Ross y Rachel os enseñan la mejor manera de hacerla. Como siempre, Friends al rescate.


PS: Una cita, del libro 'Manual para mujeres de la limpieza', de Lucia Berlin, que también le gusta mucho a Wonder Woman: "La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS".

PS2: Podría decir que esta historia sucedió únicamente tal y como la he contado, pero no sería verdad, ya que tiene un epílogo: después de comer, andábamos por fuera de la lavandería y en plan de coña le dije a Wonder Woman de pasar a preguntar por el calcetín perdido. Y, sí, en una cesta llena de ropa perdida, estaba nuestro calcetín esperando a ser rescatado por nosotros y a ser devuelto al cajón de la ropa interior. Por supuesto, es lo que hicimos ante la sorpresa del responsable de la lavandería: "Creo que sois los primeros que venís a por alguna prenda perdida", nos dijo. Lo que quieras, laundryman, pero Lavanderías 0-1 Nosotros.

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